Por Arq. Rodolfo Eduardo Medina.
Se dice que el tiempo sería un invento propio de
la dimensión en 3D, y que los multiversos le dan la espalda a la medida de
tiempo. Es decir, no existe ni pasado ni presente, que todo transcurre en forma
simultánea, aquí y ahora, siempre, a través de un número infinito de bucles de
líneas temporales.
Ahora mismo soy uno más de aquellos infinitos
estados de la materia multiversal, en donde centenares de miles de Yos viven
una vida distinta con sus propios escenarios creados de manera independiente y
sin poder cruzarse; han vivido, viven y van a vivir, todos al mismo tiempo, con
distintos resultados, para siempre.
Sin embargo, en alguna ocasión, falla la
configuración de esta "matrix" del presente y los demás Universos colándose algún
virus peregrino ocasionando que se intersecten dos planos o líneas
temporales, esos raros "estados dimensionales" que subyacen uno al lado del otro,
superpuestos, con distintas densidades espaciales, sin jamás saber uno del
otro, salvo por ciertos estados astrales del subconsciente.
Es muy probable que uno de esos virus me
haya encontrado por casualidad, y haya ocasionado un empalme o quizá un
desvío imprevisto en mi línea de tiempo. Me explicaré a continuación.
En cierta ocasión, durante un viaje que
realicé a la ciudad de Manaos, una ciudad curiosa en medio de un paisaje atiborrado de una paleta cromática con diez mil
tonalidades de verdes que puede llegar a enloquecer a un ser humano no
habituado a la inmensidad selvática en cuestión de horas, yo me hallaba
transitando una parte del río que llaman Amazonas; más bien era el principal afluente que venía desde las estribaciones orientales de la lejana cordillera andina, fluyendo con tal tranquilidad que se ha tomado el trabajo de crear
pacientemente numerosos meandros, que son lagunitas con forma de macadamias,
testigos de las huellas aluviales pretéritas sobre la alfombra vegetal.
Yo había llegado por casualidad, a partir de
un itinerario establecido de viaje procedente desde la sabana cundinamarqueña de
Bogotá con destino a Ecuador por vía terrestre. No obstante, estando en
Ipiales con un compañero de facultad con el que viajaba, mientras almorzábamos
con su familia nativa del Departamento de Nariño, fuimos invitados a volar el fin de semana hacia el confín amazónico colombiano. El tío de mi compañero
pilotaba un Hércules C-130 de las Fuerzas Aéreas de Colombia, justo ese mediodía con destino a la ciudad de Leticia.
En 1985 no era común la presencia de turistas en la zona, por lo tanto, no había casi opciones de paraderos ni lugares de descanso, tampoco en los centros poblados, peor a lo largo de las riberas lacustres. Lo más llamativo del lugar al arribar era la cantidad de calor y humedad que desprendía todo, incluso desde el instante que la aeronave se posó en el asfalto de la pista de estacionamiento del aeropuerto, desde el cual se alzaba una columna de vapor ascendente. Y la otra particularidad era el bullicio. Me refiero a semejante bulla que provenía de la selva, mil ruidos que estallaban desde las espesuras cercanas y de las riberas del islote de enfrente, como una competencia zoológica chismosa multitudinaria para establecer cuál grupo gritaba más.
Los "sonidos de la selva"… Así se referían los lugareños a la cacofonía reinante, y advertían que al anochecer se vuelve peor aún, histérico y ensordecedor. Miles de insectos, pájaros cantores y agitadores, monos aulladores, capibaras, jaguares y depredadores que ululan, silban y chillan. La estridencia te envuelve inmediatamente y pasas a formar parte pasiva del cacofónico concierto, no puedes abstraerte ni huir, del mismo modo que del calor denso y opresor, así también como empezar a alucinar viendo todo verde, infinitos tonos de verdes por doquier, un tipo de somatización que es producido debido a la extrema exageración a la exposición vegetal, tal como me pasaría a continuación con el pasar de las horas.
LETICIA era una ciudad muy peculiar, como todas
las urbes fronterizas del mundo: abundan las actividades comerciales, con gente de paso, y en un ambiente bucólico y efímero. La rareza del lugar radicaba en que convergen
tres fronteras internacionales, con tres monedas y dos lenguajes distintos. La
frontera terrestre resultaba ser una "línea convencional” que invisiblemente separaba el tejido urbano:
unas manzanas urbanas pertenecían a Leticia, y la otra parte de la ciudad, cuyo límite puede representar la vereda de enfrente o un lindero de la vegetación, ya era territorio brasileño con su poblado que se llama TABATINGA. El punto de encuentro definido entre las fronteras, Colombia, Brasil y
Perú, se ubicaba sobre el agua, entre un pequeño brazo del río "Amazonas" y el
islote de Chineria, precisamente enfrente del puerto fluvial de Tabatinga. En cuanto a la ribera peruana, no había ciudades importantes cercanas, salvo pequeñas
comunidades. En la actualidad sigue permaneciendo así.
Aquí cabe explicar un detalle: el largo Río Amazonas no es tan ancho ni posee el mismo nombre a lo largo de toda su extensión, desde que nace más allá de los páramos y las quebradas altas de los Andes. Primeramente, al ser una vasta cuenca, son múltiples los afluentes que alimentan el gran río. Pero inicialmente no posee el nombre de Amazonas (por este motivo, en el párrafo anterior lo mencioné entre comillas). El afluente más remoto y distante del Amazonas, con respecto de la desembocadura final sobre el Atlántico, es un punto demostrado en 1971 a través de una expedición, que nace sobre las laderas del Cerro Mismi, en el Departamento de Arequipa. Aquí nace el arroyo que fluye a partir del Glaciar Carhuasanta, el cual luego se transforma en el sistema fluvial peruano de Ucayali-Apurimac.
Aunque existen otras teorías que afirman otros puntos de nacimiento, como la quebrada Apacheta en las faldas del Nevado Quehuisha, también en el Departamento de Arequipa; o en los montes Minasplata y Cutiti. En 1996, la expedición del Amazon Source mencionó en su informe científico el sitio de Apacheta como el "punto cero".
Sin embargo, al final de cuentas, al tratarse de una cuenca, esto implicaría la existencia de centenares de arroyos, los que a su vez, recogen aguas de otros arroyos menores que se expanden a modo de abanico y dirigen sus inicios hacia diversos macizos nevados.
Siguiendo con la cuenca del Amazonas -aguas abajo-, el Río Ucayalí se une con el Río Marañón poco antes de atravesar la ciudad peruana de Iquitos. Luego de Iquitos, empalma con la descarga del caudaloso Río Napo. Y acá está el detalle: para los brasileños, este tramo del río, particularmente a partir de su confluencia con las aguas del río limítrofe entre Perú y Brasil, el Javary (cerca de Leticia-Tabatinga), el río resultante no lo reconocen como Amazonas, sino como el Río Solimões el cual ya posee una anchura respetable.
Por lo tanto, a la altura de Tabatinga, el gran río pasa a llamarse Solimões. Este tramo fluvial recibe varias descargas importantes a lo largo de su recorrido, siempre desde la ribera izquierda, siendo los más importantes el Río Putumayo, y luego el Río Caquetá (llamado Japurá en Brasil). Durante la travesía debíamos ser muy específicos a la hora de nombrar el río que teníamos por delante y darle el nombre que correspondía localmente.
En este punto, desde donde ibamos a iniciar la navegación, el río ya había recorrido prácticamente dos terceras partes de su longitud total desde el nacimiento en los Andes peruanos. Desde el deshielo más lejano hasta alcanzar el océano, este curso de agua, el más largo del mundo (incluso 40-200 km más largo que el Nilo) llega a medir aproximadamente entre 6.800 y 7.000 kilómetros.
Los ríos eran la única forma para transitar, o
escapar a otro recinto, según el punto de perspectiva del lugareño o del forastero. Con poquísima densidad demográfica, la ausencia de senderos y de comunicaciones eran más que evidentes. La imaginación febril empezaba a correr de manera disparatada apenas
tocaba las instalaciones portuarias con los navíos fluviales que esperaban ser
a continuación tragados por los largos viajes que emprenderían sobre las oscuras
aguas de indeterminadas vías lacustres que ocultaban submundos mucho más lúgubres
e inquietantes que las respectivas riberas.
Al ser zona limítrofe, la moral y las buenas
costumbres también modificaban sus límites y las hacía ver difusas. La
mínima operación comercial parecía contener algo de contrabando, incluso el
simple hecho de cambiar moneda. Como en todo asentamiento de frontera había que tener ojo avizor y andar con cuidado para no ser estafado. Siendo finales del año 1985, el sistema monetario que aún circulaba en Brasil era el
Cruzeiro(2nd Issue), que ya se encontraba bastante depreciado frente al Peso colombiano y el
flamante Inti peruano que era respetado como “moneda dura” con mínima
paridad cambiaria.
Al ingresar en territorio brasileño, el cambio de unidad monetaria hizo que tenga en mis manos varios billetes de Cien Mil. En efecto, circulaba un bonito billete de esa denominación, que equivalía a unos 12 Dólares estadounidenses.
Así es que me encontraba en suelo brasileño, cruzando solamente una línea blanca trazada sobre el pavimento: los nombres de los locales comerciales y los carteles de publicidad estaban escritos en portugués. Además las ciudades de Brasil nombran a sus calles con nomenclatura de nombres, a diferencia de las colombianas donde entonces se respetaba la numeración ascendente de las carreras y de las calles a partir de la Plaza de Bolívar ("punto cero" de los tejidos urbanos colombianos).
Poco tiempo antes de aterrizar y mientras sobrevolaba las selvas del Putumayo, estábamos planificando cómo realizar un recorrido sobre el río Amazonas en un barco cuyo destino sea la ciudad de Manaos. El tío de mi amigo, conocedor del sitio, nos ayudó a orientarnos y recomendarnos a referidos. Por lo tanto, eso fue lo que hicimos apenas dejamos el aeropuerto, tomando un taxi que nos llevaría directamente hacia el puerto brasileño, previa escala en Migración, una caseta ruinosa con oficiales adormilados, quienes estamparon el sello de rigor sobre el pasaporte, y donde pude cambiar mis Pesos por muchos Cruzeiros devaluados.
El sol implacable aplastaba, inundando de aire caliente todo el lugar, mientras nos dirigíamos hacia el muelle inclinado y destartalado de Tabatinga, cuyo frente fluvial poseía una escalinata longitudinal a la ribera, lugar en donde encontraríamos la embarcación indicada, cuya
única comodidad consistía en dormir en hamacas sobre la cubierta. Nos habían avisado que era mejor anticiparse al abordar, porque los mejores puestos son bajo el espacio de la cubierta central, ya que en los pasillos laterales el sol calienta la estructura metálica elevando en varios grados la sensación térmica de por sí agobiante; además que las lluvias mojaban el sector.
Como disponíamos de un par de horas antes de zarpar, tuve la idea de dar una vuelta por los alrededores del mercado para obtener provisiones. Pero encontré un anónimo lugar que me llamó la atención, sobre cuyo espacio interior abierto hacia la calle se hallaba una chica con trenzas, muy bonita. Al pasar cerca nos saludó, pero solamente yo reaccioné y entré. Entablé una conversación medianamente entendible pero agradable debido a los vericuetos lingüísticos del "portuñol"; sin embargo, me percaté que me agarraba la mano, al tiempo que me decía que para entrar a los dominios de la selva o transitarla previamente debía pedir permiso y dar una ofrenda al río. Mientras tanto bebíamos un té común ofrecido por ella, hasta que balbució una oración que no le entendí, algo acerca de un "beijo da selva".
Realmente, para mi idiosincrasia de entonces, no la tomé demasiado en serio, aunque luego sí vacié un poco del contenido de un paquete de galletitas a las aguas que bañaban la escalinata del puerto, a modo de sencilla ofrenda: apenas conocía ese río y ya me caía sumamente bien. Supongo que la ofrenda fue insuficiente, porque casi de forma inmediata empecé a sentir como si estuviera bajo los efectos leves de alguna sustancia psicodélica. De todas maneras no le di importancia, pensando que debía ser por la adrenalina de las emociones de la excursión.
La hora de la partida llegó y comenzamos a surcar las aguas del Río Solimões, tratando de adaptarme al leve bamboleo del barco y a la continua cortina verde a ambos lados de un río cuyas aguas turbias impedían ver todo lo que nadaba, reptaba, respiraba, apenas se adivinaban criaturas suspendidas dentro de las profundidades.
No lo sabíamos aún, pero todo en la
selva aparentaba ser apacible, hasta aburrido. De repente, como un efecto cascada, comenzaba a
suceder algo de manera súbita. Así ocurrió el primer atardecer cuando verdaderas hordas de
mosquitos armados de agujas sedientas atacaron la nave que se movía
rítmicamente de lado a lado, sobre las aguas color león, donde ya surcábamos
varias horas de una letanía infinita.
Las nubes de insectos molestosos, y los
ruidos cada vez más agudos que provenían de las alborotadas tinieblas de la selva en ambos lados del espejo de agua, que aumentaba cada tanto su
anchura, fueron parte del festival crepuscular, hasta que paulatinamente la
escenografía fue tranquilizándose y llegando a cierta quietud nocturna sospechosa,
cosa que, lejos de relajarme me atemorizaba más, como si miles de ojos
estuvieran observándonos desde los fangos y matorrales, también desde la
silueta de las copas altas de los árboles; el velo de negrura total con que la
selva se viste por la noche contribuía al clima de mutuo recelo.
Los pasajeros de la embarcación, el cual siempre avanzaba con ruido sordo y constante debido a los motores de popa,
parecían entidades difusas que formaban parte de la decoración en penumbras, tanto sobre babor y
estribor del barco como sobre las hamacas en los pasillos, además de la proa
donde había una especie de tarima de madera donde algunos viajeros retozaban y
bebían un licor indeterminado. Tuve una extraña percepción ante esta visión: parecían criaturas
parqueadas sin ningún fin más que la de estar ahí formando parte de un mundo paralelo como si fuera el upside down gris y
oscuro del paisaje original que alguna vez poseía colores; más allá de los límites del perímetro del barco era imposible distinguir algo, ya que la oscuridad era absoluta.
Al amanecer, y con una capa impresionante de
niebla sobre las aguas quietas de una superficie sospechosamente acuosa, como si fuera
de petróleo diluido, sin más perturbaciones que las ondas que causaba el paso
del barco, tenía la impresión de haber despertado en aquella escena de la película “Apocalypse
Now” de Francis Ford Coppola, cuando navegaban en medio de la neblina al salir el sol,
a través de un arroyo tributario remoto del Mekong entrando en territorio camboyano.
Ese segundo día fue peor. La experiencia, según yo -psicodélica-, cobraba más movimiento mientras la niebla se dispersaba, y revelaba otra vez los
bordes del ancho río con vegetación aún más alta y frondosa. La selva no solo parecía virgen, sino que se adivinaba impenetrable e imposible, como si de hecho no
hubiera borde sino sendos muros de alta densidad, impermeable a cualquier tipo
de intención de desembarcar sobre tierra firme. En realidad, parecía no existir tierra firme.
Entonces, el calor tórrido, los ruidos
amenazantes de la fauna arisca que provenían de la ribera, las aguas
aparentemente quietas que albergaban desconocidas bestias acuáticas hambrientas
de sangre y carne, el hedor matutino casi insoportable del vapor que se alzaba
pesado, producto de la inclemencia solar llegando al mediodía y que producía la
modorra inevitable, me inducían un sopor latente que fue incrementándose hasta
el punto de perder la orientación y la sensación de angustia que sigilosamente
me apresaba en los cinco sentidos.
Pero el barco pugnaba por avanzar cansinamente sobre la corriente, y los pasajeros, al igual que la tarde anterior,
seguían sin moverse, sin siquiera respirar, como figuras mirando fijamente hacia un punto fijo; casi
diría como si fuesen maniquíes sudorosos sin destino alguno, que habrían sido
alcanzados súbitamente por un embrujo proveniente de las entidades agazapadas en los
gigantescos árboles del borde lacustre.
Hubo una parada técnica en la que cargaban y descargaban decenas de bidones y botellas en un poblado llamado Tonantins, y otra más adelante cuyo nombre no recuerdo. Las horas pasaban y la mejor actividad era mirar hacia la espesura esperando captar algún movimiento animal o adivinar qué bicho antediluviano asomaba su sombra en el agua a pocos metros del barco. En varias ocasiones nos acompañó un tipo de delfines criollos, muy diferentes a los delfines rififí que chillan bonito en las albercas de la Florida. Luego de una abundante comida que consistió en arroz, fríjoles, plátano y pescado, se vino la modorra bestial y me tumbó el conocimiento.
Cuando ya no se percibía ningún movimiento
fluvial, y el viento hacía notar su total ausencia elevando la temperatura
varios grados más a la atmósfera casi irrespirable, me forcé a despertar. Enseguida me percaté que el barco había detenido la marcha mecánica y estaba en vías de
acodar al lado de un muelle cubierto de moho y con un farol de estilo rococó sobre la superficie, el cual se apreciaba labrado con numerosos fileteados metálicos
que simulaban raíces que trepaban sobre su poste. Más allá había una casa tipo
palafito, esas típicas viviendas que se alzan sobre columnas sobre una planta baja libre para burlar los períodos de inundación, con cubierta a dos aguas y construido con materiales modernos.
Pegado a la instalación edilicia
se apreciaba una escalera, cuyos peldaños se hallaban ocupados por cosas que no distinguía. Pero,
lo que más me inquietaba era no poder visualizar ningún vestigio de movimiento: todo parecía
estar en reposo, como una especie de parálisis paisajística, tanto así que ni los
árboles registraban el suave bamboleo habitual con las hojas y las palmas
meciéndose con la mínima ráfaga de viento caliente del lugar.
Al bajar de la embarcación y empezar a
escuchar los crujidos de la madera podrida de la plataforma del muelle,
mientras caminaba, vi que me encontraba solo, puesto que fui el único que bajó
en la escala, salvo por una persona de baja estatura y mirada esquiva que
torció a continuación, y corriendo desapareció inmediatamente entre la espesura. Enseguida
surgieron un par de perros que vinieron a mi encuentro en forma amistosa
moviendo furiosamente los rabos. Sin embargo, noté que no me dejaban pasar de
manera sutil, ya que con cada paso mío se me abalanzaban a darme lamidas
agitando mucho más las colas.
El cansancio que percibía desde mis entrañas
me obligó a sentarme sobre un tronco caído con signos antiguos de haber sido
convertido en un asiento resignado. En ese instante pensé y analicé varias
cosas a mi alrededor. La espesura de la selva adyacente era natural y
exuberante como en las películas con temática selvática que solemos ver, con
una sorpresiva diferencia: las hojas y los tallos, vistos de cerca, eran mucho
más grandes que lo que estamos acostumbrados a ver, y poseían características
surreales, una naturaleza bastante similar a la que "imaginaron" los
guionistas del film Avatar.
Noté la ausencia de letreros e indicaciones,
no había bandera de ningún tipo, pese a que, en todas las poblaciones
brasileñas, aunque sea en cualquier olvidado caserío, siempre está la clásica bandera verde-amarilla
con el eslogan "Orden y Progreso". Pero alcancé a ver un viejo afiche
publicitario desteñido escrito en portugués, que promocionaba una mostaza de
marca Savora, suspendido sobre una
pared que necesitaba hace décadas una capa de pintura.
Quise hacer preguntas. Quise por primera vez,
en mucho tiempo, hablar con alguien, al menos para saludar y expresar las
frases típicas que suelen intercambiar los viajeros para romper el hielo. Salvo mi compañero de viaje de la barcaza, con quien efectivamente conversaba, el resto del pasaje parecían como hologramas, con ausencia de voces, aunque con actitudes de estar entablando diálogos.
Pero acá tampoco, nada. No había nadie ni se escuchaba
nada, salvo el ladrido de los perros que aun revoloteaban a mi alrededor mirando
fijamente hacia mi humanidad. Por supuesto que el ruido incesante que provenía
dentro de la densidad de la jungla impenetrable, hosco, y peligroso, persistía, a pesar que mis oídos se habían acostumbrado a ello desde hacía rato. Perdí la paciencia y me
abrí paso entre mis acompañantes caninos para acercarme a la casa, con la escalera
que asomaba a un costado y que viera desde el instante que desembarqué. Volví a
ver los objetos blancuzcos parqueados sobre los escalones; parecían recortes
de volúmenes incompletos apenas corpóreos. A poca distancia, y aguzando un
poco más la vista debido a la brillantez solar que calcinaba el ambiente, comprendí
finalmente qué eran.
Los esqueletos debían haber estado ahí muchísimo
tiempo. Quién sabe la cantidad de años que pasaron para esas rígidas osamentas secas por el transcurso de las décadas, que alguna vez albergaron vida y que desde
entonces se cocinaban eternamente bajo el infierno amazónico. Si esperaban
algo en sus vidas en ese último instante de consciencia, detenidos en esos escalones, el final seguro
e irremediable tuvo que haber sido súbito y frustrante. La muerte, en estas
latitudes, llega con un preludio en cámara lenta y a continuación, como en los
documentales televisivos, se abalanza sobre uno, violentamente en un acto
reflejo, como en el reino animal, que dura menos de un parpadeo en medio del aletargamiento.
Me quedé atónito pensando y elucubrando
incoherencias. El anonadamiento dio paso al sopor y la abulia; me olvidé del
calor, los perros y la atmósfera surreal. No me di cuenta lo suficiente al
principio, pero me estaba convirtiendo en uno más de aquella reunión fallida en
la eternidad, conforme fueron pasando los minutos, los cuales fueron
convirtiéndose en horas, horas en las que ya no sentía siquiera sed ni
cansancio. Tan solo un estado de somnolencia, producto de los gases de la
respiración multitudinaria por tantos hectolitros de savia emanados por el
inmenso colchón verdoso que tapizaba mis alrededores en un radio de un par de
miles de kilómetros.
Sentí que varias osamentas me observaban... Me les acerqué, los miré fijamente tratando de otear el interior de sus cuencas orbitales vacías de miradas. A lo lejos, sobre un pequeño descampado, distinguía un movimiento circular con varios elementos articulados girando alegremente.
Más osamentas...
Cuándo resulta conveniente entonces el despertar?
Cómo puede uno darse cuenta en qué momento se debe regresar, si es desde una
imaginación desbordante, o se está padeciendo de un estado onírico enriquecido.
Porque llegué a pensar en un tipo de sueño, uno de esos sueños traslapados en los que
se es difícil discernir si al despertar se termina el sueño o si se continúa
soñando, y así varias veces repitiendo un bucle estableciéndose un “día de la marmota”. El sentimiento era como si efectivamente me
hallara en alguno de mis múltiples planos dimensionales, dentro de un Rodolfo
que tampoco soportaba el calor y que huía desaforado de los insectos y de la
claustrofobia ambiental sin tener éxito, pasando por un portal a otro escenario similar al anterior.
De esta forma podría haber seguido durante
mucho tiempo, ya sentado e inmóvil, como los esqueletos parqueados ahí, sin
jamás volver a preguntarse qué hacer a continuación. Porque solo así, de esta
manera, sabría que ya no habría ni pasado, porque no me serviría en absoluto
recordarlo, ni tampoco un futuro, porque al final no me serviría para nada tenerlo:
me encontraba en el limbo, un entrepiso etéreo, a medias entre dos estadios dimensionales,
y los sentidos carecían de utilidad en ese nivel.
Solo hay un presente eterno, conteniendo
todos los pasados y futuros posibles en uno. La reunión silenciosa de
esqueletos desconocidos y yo finalmente nos fuimos acostumbrando, y nos convertimos
en lo mismo, sin prisas, conociendo las historias de cada uno, festejando,
homenajeando, y también solidarizando gestas antiguas y olvidadas que nadie
jamás recordará.
Supongo que, desde el momento que abandoné Tabatinga, la selva me había recibido con el famoso beso fatídico, el "beijo" selvático anunciado por la chica. Fue una leve muestra de cariño
que la savia ancestral le da a los peregrinos que se atreven a hollar sus
territorios porque saben que la experiencia trascenderá, aunque sea de modo
personal e íntimo, como un derecho de piso, una tasa por estadía sobre un mundo
introvertido y visceral que no gusta de la presencia de extraños. Era la cuota mínima
que la selva cobraba por derechos de intrusión; y a cambio, te regalaba una vida fabricada en otro plano existencial.
Quizá la ensoñación duró unas horas hasta que
fui rescatado, o probablemente pasaron décadas hasta que volvía a cambiar de línea
de tiempo restableciéndome en una época parecida, aunque, para entonces, yo ya
no era yo, y todo lo que había vivido me resultó algo diferente y lleno de
déjávus.
El regreso a la embarcación y las horas posteriores de navegación estuvieron borradas de mi memoria. Solo sé que nos encontrábamos cerca del encuentro fluvial con el enorme Río Negro, próximo a la ciudad de Manaos.
La distancia de navegación entre Tabatinga y Manaos fue de unos 1.100 km, habiéndolo realizado en aproximadamente 80 horas contando las paradas, incluso la del lugar más extraño que jamás pisé en mi vida, y en el cual ignoro por cuánto tiempo permanecí.
Para arribar al casco urbano desde el Solimões, la embarcación tuvo que sortear una especie de península-islote aluvial inundable (várzea) para cruzar a continuación la fuerte corriente oscura del Río Negro, teniendo al frente la línea costera de Manaos. Al final de la península mencionada se encuentran ambos ríos produciéndose las famosas corrientes paralelas de ambos flujos de agua debido a la diferencia de densidades por sedimentos (lodos) y de temperatura, conservando el color sin mezclarse a lo largo de al menos 230 km "río abajo". Es en esta confluencia donde el RÍO AMAZONAS toma su nombre finalmente, empezando su ensanchamiento paulatino y aumentando ostensiblemente las superficies cenagosas adyacentes.
El Río Amazonas posee fama mundial desde que fuera incorporado al acervo geográfico europeo en el siglo XVI, y tiene toda la razón. El caudal es abrumador, sobretodo en el tramo comprendido entre Manaos y la desembocadura, más allá de Santarém; estamos hablando de un volumen de agua equivalente a un promedio anual de 230.000 metros cúbicos por segundo, alcanzando los 300.000 en la temporada pluvial.
Cuando llega al océano en su parte más ancha (unos 160 km), existe un cinturón de islas semi sumergidas y bancos de lodo superficiales. En esta particular geografía, cuya profundidad no supera los 7 metros, nace el fenómeno de la "Pororoca", una gigantesca masa de agua que causa una marejada que avanza con un rugido de intensidad creciente, a unos 15-25 km/h formando olas de 1.5 a 4 metros de altura. Esta dinámica es la razón de la ausencia de delta en la desembocadura del Amazonas: el mar rápidamente arrastra, durante el reflujo o bajamar, el vasto volumen de lodo acumulado, impidiendo parcialmente la formación de islas intermedias.
El término pororoca proviene de una onomatopeya de la lengua tupí-guaraní pororó-ká, que significa "gran estruendo". Diversas comunidades asentadas sobre las riberas suelen transmitir el siguiente relato:
"Se dice en el río que hace mucho tiempo, cuando los animales todavía hablaban, el Sol se enamoró de la Luna. Sin embargo, su amor no duró mucho, pues al aproximarse el Sol, ella se derretía y, convertida en agua, inundaba a la Tierra. Devastada ante la imposibilidad de estar juntos, lloró días y noches. Su llanto se derramó sobre la Tierra y llegó al mar, pero aquel caudal de lágrimas dulces fue rechazado por el océano salado que lo devolvió aguas arriba. Así se formó el Río Amazonas".
*****
Manaos es una fascinante ciudad en el medio del continente de Sudamérica (la "Paris dos Tropicos"), dueña de un pasado tormentoso, que se valió del auge de la fiebre del caucho para acumular riquezas desproporcionadas y lujos sobredimensionados e impensables, a tal punto que se llegó a escuchar ópera en sus calles, construyéndose para ello un teatro apoteósico considerado como uno de los más bellos del mundo, de estilo renacentista y con todos los materiales importados de la Europa victoriana, el Teatro Amazonas.
Nada más llegar al puerto, lo que llama la atención es la cantidad de botes acodados sobre la ribera, cuyo skyline está compuesto por edificios de estilo art nouveau, como el Mercado Municipal Adolpho Lisboa, o el Edificio de la Alfândega (aduana), de estilo ecléctico construido por los ingleses a principios del siglo XX. Otro detalle curioso que recuerdo es la enorme variedad de peces distintos entre sí que eran ofrecidos en el mercado fluvial, y los platos derivados de ellos: "tacacá", "pirarucu", etc. Las frutas también eran siderales y estrambóticas. Es más, todo el aire olía a fruta, a fruta recién cortada y a fruta descompuesta. Es más, una de las sensaciones que más se quedaron en mi memoria fueron los olores del puerto, la mezcla anárquica más violenta entre lo aromático y lo nauseabundo.
Como toda ciudad con alta volatilidad y precariedad urbana, posee tugurización y hacinamiento. Ya desde los años 80s había caos y falta de planificación urbana, producto de los intensos éxodos migratorios desde el Sertão o los Estados amazónicos vecinos y del Mato Grosso. El tema de la acumulación de basura desde entonces ha resultado ser un severo problema debido a la falta de consciencia ecológica y los escasos recursos.
No obstante, desde entonces se me ha resultado complicado describir Manaos; se puede recurrir a guías turísticas pero no es lo mismo. En aquella época, era una mixtura entre un "far west" hollywoodense y un poco de atmósfera colonial decadente de la boliviana Potosí, aunque inmerso en un clima horrible con altísima humedad ambiente.
En las calles y muchos locales comerciales aún se respiraban ecos de un francopolitismo perdido. El auge del caucho causó la modernización precoz de la ciudad (había electricidad mucho antes que la mayoría de las ciudades europeas), la inmigración de franceses y con ellos su cultura y sus modales. Es por ello que algunas calles llevaban todavía nombres francófonos.
Manaos, al igual que Potosí, son asentamientos humanos que crecieron gracias a la explotación desenfrenada de un elemento codiciado. El caucho fue el cuerno de la abundancia de la selva, lo que la plata lo fuera para el Alto Perú. La historia económica de Manaos habla de fantasías y absurdeces que prevalecieron durante el período de auge de explotación. Un historiador británico Frederick Robin Smith, bajo el seudónimo de Robin Furneaux, describió la abundancia de la época:
"Ninguna extravagancia, por absurda que sea, detuvo a los barones del caucho. Si uno compraba un yate enorme, otro mostraba leones etíopes adiestrados en su propiedad, y un tercero daba champán a sus caballos".
La bonanza duró poco más de un siglo, hasta que, en 1912, los barones del caucho brasilero no pudieron siquiera impedir la mayor de sus tragedias. Sin que nadie lo supiera, el explorador inglés Sir Henry Wickam trasladó decenas de miles de pies del árbol de caucho a territorios británicos del sudeste asiático con un clima similar al Amazonas, menos aislados y con menores costos de producción en comparación. El monopolio brasileño rápidamente se marchitó. Adicta a la opulencia, Manaos ingresó a continuación en la decadencia y abandonada por todos los que podían irse.
Hubo una breve reactivación económica mientras el Imperio Japonés ocupaba Indochina, Malaya, e Indonesia. Esto desencadenó un segundo boom amazónico que duró poco más que el último conflicto mundial.
Las casas y los palacetes resplandecientes quedaron con el tiempo y la humedad, envueltos con el mismo vapor de clorofila que me hacía sudar copiosamente mientras admiraba la añeja composición de estilos edilicios del sector ribereño de la ciudad. La transpiración constante no mitigaba, a pesar de que en el horizonte aparecían enormes cumulonimbus rebosantes de lluvia. Vale decir que las lluvias -frecuentes en la zona-, lejos de refrescar la temperatura la empeoraba, incluso de noche.
Fuera de eso, insisto: la arquitectura local me parecía fascinante.
Con respecto al encuentro con mis esqueléticos amigos, dudo que mi compañero de viaje haya estado integrado en mi "particular viaje" puesto que nunca mencionó nada al respecto. Y el resto del tiempo de permanencia en Manaos consistió en descansar y reparar la voluntad de la asfixia vegetal latente, hasta que retornamos al reconfortante frío del páramo nariñense en un vuelo con escalas. Ahora que lo pienso, aquel té me parece que tuvo bastante que ver en el asunto.
Desde esta experiencia ya han transcurrido casi
40 años -o probablemente siete décadas- medidos sobre varios estratos de líneas de tiempo, y desde ese día le debo amplio
respeto a la clorofila, así como a la Pachamama. En cuanto a las osamentas parqueadas,
supongo que persistirán recolectando antiguos relatos de almas errantes bajo el eterno sol canicular y bajo el influjo del beso furtivo otorgado por cualquier árbol celoso.
Qué maravilla de relato, Rodolfo. Lo leí con pausa, como se beben los tragos que dejan eco. Me hizo pensar mucho en Borges, con esa idea del tiempo como una ilusión, y también en García Márquez, por cómo la selva se convierte en personaje, en hechicera, en madre y en trampa.
ResponderEliminarPero sobre todo, me hizo sentir acompañado en algo que a veces cuesta decir: yo también creo que vivimos en una especie de matrix, y que cada tanto algo se mueve, algo se rompe un poquito, y la percepción se corre… y ahí entendemos que hay más capas de realidad de las que solemos admitir.
Gracias por este texto. Se queda dando vueltas en la cabeza… como si también fuera un pequeño bucle.
Muchas gracias querido primo. Verdaderamente GABO también tuvo esas conexiones con los mundos mágicos colombianos de la llanura del Magdalena, supo definir a qué huele una guayaba solo transportándose mentalmente. Yo prefiero sentir las caricias gélidas del altiplano y los rituales introspectivos a la sombra de los volcanes andinos. La selva me ha resultado ser, desde aquella vez, un reducto multitudinario de entidades traviesas que confabulan permanentemente contra la psiquis del visitante gracias al sopor reinante.
EliminarUn abrazo.