Por Arq. Rodolfo Eduardo Medina.
PARTE I
DE GUAYAQUIL A HUAQUILLAS.
Alguna vez escuché de boca de un paisano
oriundo de una localidad del Cuyo argentino, que los que viven del lado occidental
de Los Andes, se encuentran en trance permanente con la Tierra. Y es
cierto. Los habitantes que se recuestan sobre sus faldas deben de haber establecido
un cierto pacto con las fuerzas titánicas del submundo de las subducciones porque,
pese a que nosotros los “occidentales” nos hallamos sobre territorios tan
inestables somos muy afortunados en habernos permitido cohabitar sobre un fantástico
escenario que reúne un complejo repertorio de la naturaleza más extrema y exuberante del
mundo y, sin embargo, soportamos con estoicismo los remezones telúricos y los
volcanes inquietos. Los habitantes de toda la zona del Pacífico sudamericano
solemos convivir con vértigo a causa de nuestra interacción con Los
Andes: ella regula el porvenir geográfico de nuestras naciones, del registro de las maravillas y los terrores,
del Edén y del apocalipsis de los suelos.
Debido a la historia de los cataclismos
cíclicos, este lado del planeta ha visto surgir una orografía singular que originó
la conformación de una estrecha banda de sabanas y desiertos, paralela a una
cambiante plataforma marina, en cuyo fondo se origina el empuje de las entrañas
continentales que ha causado el plegamiento de toda la superficie contigua,
conllevando al levantamiento de una magnífica muralla de joven fisonomía, a lo
largo de todo este borde del continente, Los Andes.
Varias civilizaciones han realizado sus
vidas en estos territorios desde tiempos pretéritos, e incluso la región ha
debido aportar parte de su legado para echar raíces en otros confines de
ultramar, en una “autopista” marítima con cíclicos intercambios culturales ancestrales
de las razas. Porque ese cuento del “descubrimiento” de la América, tan
difundida por los europeos en la precoz era renacentista, no fue tal. Aquella publicidad,
tan hábilmente manejada desde la educación de siempre y por el sesgado enciclopedismo
universal, resultó harta engañosa; hoy ya se están conociendo algunas partes de
ese ignoto rompecabezas. En las décadas recientes se ha ido incorporando el descubrimiento
y el estudio de piezas antropológicas y de los estratos de sitios arqueológicos
ocultos en las selvas y los desiertos del continente, que están siendo
paulatinamente desenterrados; y entonces aparecen inquietantes eslabones que ya
no tienen nada en común con la versión oficial de la cronología de la
humanidad.
En todo el vasto territorio que alguna
vez formó parte del gigantesco Tahuantinsuyo, el último imperio local,
pareciera que Ecuador y Perú se han llevado la mayoría de las sorpresas en cuanto
a los registros de antiguos asentamientos humanos y yacimientos arqueológicos
relativamente preservados que están siendo sujeto a análisis actuales.
Efectivamente, los dos países mencionados poseen un gran yacimiento de historia
que aún permanece escondido y que apenas se conocen pequeños vestigios de
un complicado e intrincado ovillo de civilizaciones ancestrales.
Los expertos celadores de la versión
autorizada, que vigilan el statu quo del conocimiento que tanto han
defendido e inculcado a través de las décadas, desdeñan y deciden ignorar los nuevos datos
que harían tambalear las capas de los cimientos de la evolución y las
percepciones sobre nuestra hoja de vida planetaria. Pero las pruebas tangibles están ahí a a vista:
esqueletos gigantes, cuevas laberínticas que esconden tecnologías extrañas, complejos
piramidales ciclópeos, y restos de civilizaciones precolombinas e incluso de
origen prehistórico, con conocimiento de las ciencias, que se desarrollaron
paralelamente o con anterioridad a los albores del mundo mesopotámico y
egipcio.
Aparentemente no han quedado vestigios
de asentamientos urbanos importantes sobre las húmedas sabanas y las planicies secas de
la costa ecuatoriana, por una cuestión lógica constructiva: a falta de canteras de
piedra se ha recurrido a la arquitectura vernácula con materiales perecederos a
corto plazo. En cambio, sobre los valles transversales y áridos de la costa del
territorio peruano, y dada la cercanía de las montañas, el ser humano ha sabido
edificar estructuras utilizando materiales nobles arrancados de la misma
cordillera (la piedra y el adobe). Por esta razón, hoy disponemos de enormes
testimonios de importantes emplazamientos de las culturas Mochica,
Chavín, Chimú, Huari, y el más antiguo descubierto en 1998, Caral: los templos
religiosos, observatorios astronómicos, enormes huacas funerarias, y ciudadelas
que albergaban hasta cien mil personas son una muestra apenas identificada del
enorme tesoro que yace bajo las arenas del desierto.
Más de quinientos años después hemos empezado a tocar una parte ínfima de toda la estructura costera-andina. Hoy la vida transcurre
sobre los estratos de nuestros antepasados que tuvieron su esplendor y su
ocaso, que evolucionaron y colapsaron, sociedades que dejaron el silencio y la soledad entre
los muros que sobreviven hoy sobre las arenas dinámicas e invasoras.
Las rutas son también los elementos
imprescindibles que permiten ir tejiendo el crucigrama para la comprensión del
emplazamiento de los lugares y las características de vida, de cómo fueron conformándose entre ellas, de la
cosmovisión y las costumbres de los lugareños.
Cuando nacemos traemos un pequeño
equipaje mental y espiritual con nosotros, esas cosas que ciertas personas
definen como la memoria de los registros akáshicos. Y el mío, sin lugar a
dudas, tuvo que estar profundamente ligado a un proceso de nomadismo y de
recuperación de datos a través del conocimiento estratigráfico del entorno. Por
eso, desde siempre he sentido profunda inclinación por las disciplinas de la
geografía y la cartografía, además de querer hurgar en la historia íntima de la evolución de las ciudades.
Soy una de esas personas que posee
excelente memoria histórica, a tal punto que tengo recuerdos de los eventos desde muy
temprana edad. Tengo almacenados registros de vivencias sobre varios lugares de
mi ciudad natal: por ejemplo, me recuerdo paseando en auto en brazos de mi
madre a fines de los sesentas, observando las calles y las viviendas de entonces; todavía tengo muy presente los detalles de la mayoría de aquellas casas y
edificios del barrio y de la ciudad. Incluso guardo memorias de otras ciudades como Lima, ya que la percibí con bastante proximidad durante su complicado y entrelazado
proceso de expansión y evolución urbana en los últimos 55 años, en cada tiempo que yo permanecía en ella. En aquellos primeros años de la década de 1970, tuve la fortuna de observar con toda la atención y el tiempo posible los curiosos paisajes que la enorme distancia terrestre entre ambas ciudades ofrecía.
Foto familiar con mi papá (yo tendría alrededor de 1-2 años). Al poco tiempo él se animaría a viajar por el extremo occidente sudamericano con la compañía de mi hermano Daniel y el que suscribe.
Yo tenía
cinco años de edad cuando me imaginaba la carretera que va de Guayaquil a Lima como una de esas autopistas aéreas (literalmente de forma "aérea", como las que aparecen en el cartoon futurista "Los Supersónicos"), la cual se podía ver nacer
en algún punto de las afueras de Guayaquil y convergía en una especie de distante luna
suspendida en el cielo, sobre la cual, reposaba la cuadrícula urbana de la ciudad de los reyes, con sus bordes de acantilados al mar y el perfil de la isla
San Lorenzo sobre una esquina del satélite. Esa imagen "real", al parecer muy clara
desde aquellas luces de mi razonamiento infantil, podía verla desde mi casa, cuyo amplio balcón daba hacia una amplia avenida de casas con fachadas blancas de
arquitectura neorracionalista y jardines frontales bien cuidados. Actualmente aquel departamento de planta alta, ubicado sobre la avenida Circunvalación de Urdesa Central, se encuentra bastante desvencijado.
Foto tomada desde el balcón de la vivienda mencionada, en el año 1970.
La ruta fantasiosa que yo confeccionara
en los sueños, como si fuera producto de un virtual arquitecto espacial,
omitiendo las reglas y obviedades de las ciencias naturales, provenía de las
imágenes que se agolpaban en mi mente a partir de la versión existente, memorias
con cientos de baches, lomos de burro y badenes, el aroma típico de los
pastizales quemándose, perros inquietos sobre las veredas, demoras en los retenes de control, ocasionales
afectaciones climáticas, y arenas en dinámico galope que danzaban sobre el
pavimento. Esas circunstancias definían la RUTA PANAMERICANA, camino que actualmente posee por
nombre oficial PAN PE-1N, y es la ruta más importante trazada en todo el eje longitudinal de las Américas.
Con respecto a muchos eventos de mi
pasado, he tenido la notable capacidad para recordar los más ínfimos
detalles, y una de ellas tiene que ver con los numerosos viajes que he realizado a lo largo de mi presente
vida, a través de las regiones del continente sudamericano. Inmediatamente después
del día en que el hombre dejara su primera huella “histórica” sobre la luna, mi
papá se animó a transitar la distancia que se empleaba para ir a la capital del
país incaico; y así nos embarcamos por primera vez durante el
verano austral de 1970. Él disponía de un vehículo sedan (no recuerdo la marca), con fisonomía típica sesentosa,
chasis color negro y tapicería interior beige, con el cual, acostumbrábamos
cruzar el río Guayas encima de las gabarras fluviales para ir a Durán y dirigirnos a diversos
lugares de la provincia como Milagro o El Triunfo, poco antes
que fuera habilitado el flamante puente Rafael Mendoza Avilés (de la “Unidad Nacional”) sobre los dos
ríos -el Daule y el Babahoyo-, los cuales confluyen para formar el ancho y achocolatado río Guayas.
Por razones familiares y laborales, mi
papá manejó la carretera Panamericana, no una, sino varias veces, en compañía
de un colega y amigo de la familia, de nombre Salvador; y por supuesto, mi
hermano Daniel y yo, que participábamos de las cruzadas con singular
estoicismo. Creo que el principal interés de mi papá, para viajar por tierra,
radicaba en el básico instinto nómada de ir haciendo camino, y poder templar algunas
cuerdas de la personalidad con los avatares que la ruta iba presentando,
kilómetro a kilómetro: en aquellos años se trataba de manejar unos 1600 km redondeando. El destino final era Lima. Sin embargo, la experiencia también incluía hacer turismo ramificado, desviándonos por
caminos vecinales e ir descubriendo pueblos y playas remotas.
Con el transcurso de los años, fui yo quien heredó la fibra aventurera, y
mantuvo todo el arsenal de recuerdos, guardados y etiquetados debidamente en un cajón de
la memoria.
En una de aquellas páginas de memoria guardadas,
siempre he tenido presente una escena en particular: carreteando, no recuerdo exactamente si
yendo o regresando de Lima, nos encontrábamos sobre una meseta árida, sobre un
camino sinuoso hacia la bahía de Sechura. Me imagino que era la mencionada zona
porque recuerdo la abundancia de tuberías y pozos petrolíferos. Al llegar a la
cima del cerro, de repente se abrió ante mis ojos, una bahía de mar azulísimo y
la vista panorámica de una vasta refinería con una cantidad considerable de tanques
de acopio de combustible. Calculo que la ubicación podría haber sido el lugar
ubicado entre Paita y Talara; y quizá mi mente incipiente hizo distorsionar la
escala y magnificar el emplazamiento de aquel sitio. Pero, en todo caso, me quedó dicha impresión.
Entonces, el viaje a Lima demoraba unos
tres días con sus dos noches, en las cuales, nosotros cuatro dormíamos dentro
del auto estacionado en algún claro de la carretera o en compañía de otros
camiones que estacionaban seguramente al lado de alguna estación de servicio
para tomar un descanso mientras pasaba la noche. Los dos períodos nocturnos
generalmente coincidían en medio de algún desierto, en donde el único sonido
del paisaje que escuchaba era la de los vehículos pesados que se acercaban o
alejaban sobre la ruta, con los haces de luces que bailaban con las curvas y se
difuminaban en las nieblas lejanas.
Durante esos viajes, los cuales se repetirían
en cada período vacacional entre los años 1970-1976, siempre nos acompañaba un
dispositivo tocacintas portátil marca Panasonic; yo le decía “La grabadora”. Tenía
las dimensiones de una I-Pad y el espesor de una caja de cigarros cubanos, con
manija incorporada, de color negro y tapa abatible para insertar el cassette.
Este artefacto, que poco tiempo después heredé, fue el elemento imprescindible
para pasar las horas de manejo y desplazamiento vehicular. Mi papá solía poner
música de Santana, Mamas & The Papas, Simon & Garfunkel, y Creedence
Clearwater (particularmente el álbum Pendulum), entre tantos otros; hoy sigo escuchando canciones como “Have you
ever seen the rain” o “It´s just a thought”. Al escuchar actualmente esas melodías, yo
automáticamente me transporto en el tiempo.
Salir de Guayaquil implicaba entonces,
al igual que ahora, manejar a través de un formidable viaducto fluvial, un puente, que, al
momento de su inauguración, era considerada la clave del progreso de la república,
todo un símbolo regionalista, ya que fue la excusa conveniente para unir, de
una vez por todas, costa y sierra, facilitando los vínculos entre sí. Hasta el
día de hoy, cruzar los ríos Daule y Babahoyo, todavía me produce admiración
contemplar el panorama de “La Perla del Pacífico” y de cuánto ha crecido a lo
largo de medio siglo. Por otro lado, Durán era la puerta de acceso al campo en donde se
respiraba la cornucopia de la riqueza nacional; era adentrarse en el mundo
verde tórrido y húmedo de la sabana, y penetrar vastos territorios de
arrozales, cafetaleras, y bananeras. Los aromas de las maderas tropicales
mezcladas con la zafra de la caña de los ingenios era uno de los más intensos
recuerdos olfativos que permanecen en mi memoria.
Muchos guayaquileños de mi edad se
acordarán que antiguamente se atravesaba el río Guayas en gabarra, cuyo
embarcadero, primero estuvo en los terrenos posteriores de los silos y las
viejas instalaciones de la Compañía de Cervezas Nacionales del barrio Las
Peñas; luego se habilitaría un muelle al frente de las instalaciones de la
antigua Politécnica del Litoral. Apenas se desembarcaba en Durán, había que
transitar por una estrecha carretera hacia el km 26, que pasaba por el recinto
de Taura, adyacente a la base aérea, ya que aún no existía la actual autopista Durán-Boliche. Adicionalmente, el tramo de carretera que transcurre desde el km 26 hasta Puerto Inca, durante mucho tiempo permanecía en pésimas condiciones de asfaltado por la excesiva circulación de vehículos pesados, tomando en cuenta que siempre ha sido el único eje vial conector del país que conduce al sur; actualmente se han habilitado largos tramos con varios carriles y suficiente anchura, salvo en las vecindades del cordón montañoso de Churute.
Entre paréntesis, había un detalle personal: durante
mi niñez, yo padecía cierta propensión al mareo, y era común que, en algunos
viajes a los rincones de la provincia del Guayas y Los Ríos, protagonizara
episodios de malestar y vómito. Supongo que causaba molestos trastornos dentro
de la cabina y los ocupantes de turno. Lo curioso del caso es que, durante los
viajes internacionales, no recuerdo haber tenido episodios de estómago
revuelto.
Las carreteras (estamos hablando de
principios de los setenta), estaban diseñadas con un solo carril para cada sentido, orientado a un
tráfico moderado. La velocidad que podía desarrollar un auto liviano rara vez
podía exceder los 90 km/h debido a la estrechez de la carretera, la baja calidad
del pavimento, y la escasa señalización vial. Por lo tanto, transitar los 250
km que nos separaban de la ciudad fronteriza de Huaquillas, demandaba mucho más tiempo, además de tener
que sortear los puestos de control de tránsito, migraciones y aduana.
Mi actividad favorita durante los viajes
era quedarme absorto observando los detalles del paisaje y jamás me aburría. Recuerdo
cómo me llamaba profundamente la atención las plantaciones de banano cuyas hojas de
palma desfilaban sin fin a ambos lados de la ruta, junto con la visión de las
cercanas montañas occidentales de Los Andes y sus faldas atiborradas de espeso bosque
tropical. Era el sello clásico de esta etapa del recorrido que identificaba la
geografía del sector.
Dado el tiempo que antes llevaba efectuar el
periplo, era indispensable entrar a la única ciudad principal de la
región, Machala, ya que los demás poblados carecían de suficiente
infraestructura (paraderos, abastecimientos y hospedajes): Puerto Inca, Naranjal,
Santa Rosa y Arenillas, para esa época eran considerados apenas caseríos. Gracias a algunas mejoras recientes sobre la carretera
ecuatoriana, se evita el ingreso a la mancha urbana de Machala, además de Santa Rosa y Arenillas, mediante intercambiadores y anillos viales.
A la altura de la población de Arenillas, última urbe antes de iniciar la recta final de la ruta que se dispara en línea recta hasta las afueras de Huaquillas, existe un intercambiador con un anillo vial, la cual evita ingresar a Arenillas. Por medio de una circunvalación vial se la rodea, aunque también parte una carretera al sur que se dirige hacia la cordillera, cuya nomenclatura es la E-25. En su camino, bordea las instalaciones del Hillary Resort, con destino hacia Alamor-Celica-Macará. Sin embargo, proseguimos en camino en dirección oeste hacia la recta final del último tramo de la Panamericana austral ecuatoriana.
Durante muchos años, Huaquillas fue una
ciudad insegura y desordenada, cuya existencia estaba dada por la vida sobre su
avenida principal, en la cual, se desarrollaban dos inequívocas actividades: el comercio y los trámites
de frontera. Por medio del único puente que enlaza esta ciudad con la localidad peruana de Aguas
Verdes pasaba el tránsito binacional; ambos poblados crecieron con los vicios
propios de las urbes fronterizas.
Pasar esta frontera, siempre significaba
tener que realizar un periplo arduo, ya que implicaba transitar por una avenida
atestada de puestos ambulantes, y ubicar el edificio de Migraciones
ecuatoriano, unos cien metros antes de llegar al puente, para el sellado del pasaporte. La mayoría de los viajeros
llegaba en vehículos particulares, taxis, o buses nacionales, y debían caminar
un par de cuadras hasta la oficina de inmigración para efectuar los trámites.
Entonces, el puente internacional era mayoritariamente peatonal, ya que, según
recuerdo, había muchas restricciones y obstáculos de índole militar para la circulación
de un vehículo de distinta placa.
Vista desde el Puente Internacional mirando hacia suelo ecuatoriano; de esta manera quedaba atrás Huaquillas, en tiempos que todo el tránsito internacional, comercial y particular, se realizaba de esta manera.
Con un pie en Ecuador y el otro en Perú, el río Zarumilla sirve de exacto límite fronterizo entre las dos naciones.
El recibimiento multicolor y bullicioso en horas de comercio activo, con la ondeante y majestuosa bandera bicolor. De esta forma comenzaba el territorio peruano.
La muchedumbre, con legiones de
turistas y contrabandistas de diversa gama, afanaban el paso para cruzar el
puente y su barrera invisible de vahos malolientes que provenían de los
desechos del lecho de un riachuelo discontinuo que oficiaba de exacto límite de frontera común. En ambos extremos del puente se hallaban casetas de control, en
donde la policía exigía eventualmente, efectuar un primer chequeo de los
documentos y las visas.
Los extranjeros eran perseguidos por los
enjambres de cambistas de moneda de turno; ya en los primeros metros del
territorio peruano eran saludados por amplios letreros de propagandas
callejeras de “Agua Mineral San Luis”, “Calzado Bata Rimac”, y “PetroPerú”. Además, los
forasteros descubrían que los rótulos de los nombres de las callejuelas de
Aguas Verdes les anteponían la palabra “jirón”; y muchos
productos que se ofrecían en los negocios eran diferentes a las del lado
ecuatoriano. Es que, circular por sus calles era como ingresar a una
feria oriental llena de sensaciones y aromas sorprendentes.
Estando en Aguas Verdes las
incomodidades para el viajante común aparecían, puesto que había que sortear un par de centenas de metros de la Panamericana convertidas en un
callejón con cientos de puestos con sombrillas de colores y mercaderes
variopintos, hasta conseguir subir a una mototaxi o bus local, y poder
trasladarse hacia Zarumilla y Tumbes. Para mí, lo atractivo de esta localidad,
es que era el lugar más próximo al territorio ecuatoriano donde se podía
conseguir chicha morada o alguna golosina “hecho en Perú”.
Durante los años ochenta, cuando yo ya realizaba
mis viajes en forma independiente, recuerdo haber cruzado siempre ese puente a
pie, en alerta amarilla con mi mochila al frente, cuidando mi espacio personal
y manteniéndome prudentemente alejado de los transeúntes, muchos de los cuales veían
con maliciosas intenciones las oportunidades que ofrecía un extranjero posiblemente
distraído que está de paso. Es bien sabido que todas las ciudades de frontera
suelen tener cierta atmósfera a lo “far west” y sus espacios urbanos de
transición están repletos de historias de regular calaña. De hecho, en dos
ocasiones me salvé de ser desvalijado apenas cruzaba el dichoso puente, gracias
a la intervención de otro turista que me advirtió que yo estaba siendo
“fichado” por elementos humanos de apariencia indudablemente delictiva.
Sin embargo, a partir del 2012, con la
implementación de los CEBAF (Centro Binacional de Atención en Fronteras), que vienen a ser las nuevas instalaciones administrativas integradas de control de migraciones apostadas a cada lado de la frontera y vinculados por medio de una autopista de
primer orden, permitió evitar el paso por el tejido urbano Huaquillas-Aguas
Verdes (incluso Zarumilla quedó fuera del circuito), y facilitó notablemente
los trámites internaciones. Al dejar el CEBAF peruano y atravesar el puente de
la concordia ubicado a pocos metros, la Panamericana Norte inicia su kilometraje
en el número 1298, siendo ésta la distancia que nos separa del punto cero ubicado en Lima.
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