domingo, 23 de febrero de 2025

MEMORIAS DE ANDINIA SOBRE LA RUTA ENTRE GUAYAQUIL Y LIMA, PARTE II

Por Arq. Rodolfo Eduardo Medina.

PARTE II


DE LA FRONTERA AL DESIERTO DE SECHURA.

Durante muchos años fue un tema recurrente de conversación mencionar las evidentes diferencias en el aspecto del paisaje de un lado y del otro, al cruzar el límite internacional. Se vertían comentarios de los viajeros que se desplazaban por la provincia ecuatoriana de El Oro, en la que atravesaban un entorno exuberante de vegetación; pero una vez que se dejaba atrás Zarumilla (acá se encontraba el antiguo edificio de control de migraciones del lado peruano), el verdor desaparecía y empezaba a imponerse la aridez y la sequedad.



Tumbes es la primera ciudad peruana en aparecer, luego de circular 25 km desde el CEBAF, los primeros kilómetros de la Panamericana Norte peruana. Es una ciudad muy comercial, y se nota. Desde que yo era pequeño, cuando hacíamos escala en Tumbes, me interesaba la moneda peruana y las marcas de algunos productos locales como D´Onofrio. Los colores vivos y el diseño de los billetes me resultaban muy atractivos; creo que en esas circunstancias fue cuando inauguré mi inclinación hacia la notafilia, que es el coleccionismo de papel moneda. Habré tenido la edad de cinco años cuando mi abuela me regaló un billete de Diez Soles de Oro de la serie Velasco, con un llamativo color naranja y la escena del lago Titicaca sobre el reverso.

Parece que ese regalito marcó definitivamente mi hobby, y durante casi toda mi vida me dediqué a investigar, juntar y catalogar billetes de todo el planeta. Es más, Perú resultó prolífico en la cantidad y variedad de emisiones monetarias a lo largo del siglo XX, y fue el tercer país sudamericano en utilizar billetes con el valor facial de Un Millón (de Intis, 1990), después de haberlo hecho Argentina y Bolivia.

Tengo el vago recuerdo de una vez, estando con la familia en Tumbes, que estábamos haciendo compras en los alrededores de la plaza de Armas, y de pronto alcancé a observar un bonito billete color violeta. Se trataba del billete de máxima denominación en circulación, de Mil Soles de Oro, perteneciente a la misma serie Velasco.
Corría el año de 1976, y el Sol de Oro todavía poseía respetable poder adquisitivo. El asunto es que quedé impactado con el dibujo que se veía sobre el reverso de aquel billete, el cual retrataba la famosa panorámica de Machu Picchu, visto desde la casa del guardia y con la inconfundible silueta del monte Huayna Picchu.
Para más detalles de este billete y su paisaje arqueológico, revisar mi post anterior:


Debo decir que, poco tiempo después, cuando al fin pude adquirir un ejemplar de éstos y completar la emisión para mis archivos, me sentí glorioso, una de esas pequeñas sensaciones subliminales que solo los coleccionistas de corazón conocen.

En el transcurso de los siguientes 40 años, Perú ha sufrido un capítulo de hiperinflación y cambió dos veces de unidad monetaria, Ecuador renunció a la suya sustituyéndola por una extranjera; además, hubo dos conatos de guerra limítrofe sobre las estribaciones orientales de Los Andes (1981 y 1995), dos ciclos desastrosos de Fenómenos de El Niño (1982 y 1998), y también desfilaron muchos presidentes de distinta especie en ambos lados. La situación política entre los dos países ha evolucionado, pero lo más importante es que, con las aperturas y las distensiones castrenses del caso, el movimiento de personas y la circulación vehicular entre los dos territorios ahora es posible efectuarla con tranquilidad sin ninguna restricción, salvo el contar efectivamente con la documentación pertinente:

- Documento de identidad del(los) pasajero(s).
- Matrícula del vehículo al día.
- Registro para conducir vigente.
- SOAT (seguro automotor para terceros).

La paciencia de mi papá tuvo que lidiar con un obtuso personal militar y trabas burocráticas durante aquella época viajera, debido al recelo entre ambos países. Es que el recorrido entre Guayaquil y Lima (entonces de casi 1.600 km de longitud, a principios de los setentas), contaba con numerosos retenes militares y puestos de control migratorio; por supuesto eran tiempos de “guerra fría” criolla.

Para los fines de rigor, mi papá había confeccionado una carpeta con todos los papeles nuestros, notarizados debidamente ante el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Consulado de Perú en Ecuador, con el fin de confrontar los trámites exhaustivos en ambos lados de la frontera. Incluso en aquella época, me llamaba la atención la cantidad enorme de letreros y avisos a ambos lados de la carretera sobre el territorio peruano, en donde indicaba que eran terrenos de alguna “x” zona militar, y que había "Orden expresa de disparar, no detenerse”. Actualmente esas trincheras y las garitas de control han desaparecido gracias a la amistad convenida sin objeciones territorialistas desde 1998, gracias a los presidente de entonces, Jaime Mahuad y Alberto Fujimori. Hoy, aquellas advertencias han sido reemplazadas por la leyenda “Terreno privado, no ingresar” cuyos motivos resultarían ser, por lo general, la concesión de las tierras abyectas a alguna poderosa entidad minera o frutera, de las tantas que abundan en el Perú y que rigen en buena porción el destino económico nacional.


En algún escrito anterior mío, que realicé hace unos años atrás, comenté sobre las redes de líneas de alta tensión que van paralelas al mismo recorrido que la Panamericana. A lo largo de decenas de millas, esas estructuras metálicas (en algunos tramos son de hormigón, otras de gruesos troncos altos), conformando a veces torres gigantescas que soportan pesados cables con tensiones de voltaje alto y dispuestas en rigurosa fila india, van acompañando y velando con sigilo el transcurrir de la ruta; en ocasiones enfilan hacia las montañas lejanas perdiendo el camino paralelo. A lo lejos, las torres trepadas sobre las montañas grises, lucen como si fueran esqueletos fantasmagóricos esperando la nada.

Una particular característica de la actual Panamericana (muchos kilómetros más adelante y, sobre todo, a partir del sector de Virú) es que, sobre grandes extensiones de terrenos infértiles a ambos lados, se han establecido centenares de polleras, que son grandes galpones de criaderos avícolas, y que luego van a satisfacer las necesidades gastronómicas de los habitantes peruanos.

Volviendo al recorrido que inicia con la Panamericana septentrional peruana, decíamos que, históricamente, el paisaje desértico llegaba a las puertas de la capital departamental. No obstante, desde hace algún tiempo esto se transformó: gracias al riego con tecnología israelita, el verdor ha surgido y los sembríos de arrozales (km 1255) ahora son habituales sobre estas planicies, hasta antes de abordar la población de Caleta Cruz, sitio donde se inicia la ribera oceánica turística del norte del Perú.


El puente clásico color lúcuma, que atraviesa el río Tumbes, dejando atrás la ribera de la ciudad homónima.

Los bosques secos de Amotape y el cordón montañoso costero asoman a partir de la población de Corrales, siempre de cara hacia el sur y pegado a la ruta, hasta que se arriba a Caleta Cruz (km 1248), el primer punto de encuentro de la Panamericana Norte con el mar peruano.



Los casi 100 km de recorrido de playas y balnearios paradisíacos, entre Caleta Cruz y Máncora, transcurren con la visión continua de las olas rompiendo sobre la arena, a metros del suave pavimento vial ondulante. Son varios los poblados y caletas que se suceden a distancias cortas entre sí: Zorritos, Caleta Grau, Bocapán, Cancas, Acapulco, Canoas y Punta Sal.




La oferta de hotelería, bungalows, y casas de playa resulta muy interesante, abundante y variada a lo largo de este segmento de la geografía peruana.


La imagen superior corresponde a un sector de la vía Panamericana, pocos km antes de llegar al área de Máncora.

Máncora, con sus casi 13.000 habitantes, es la cúspide populosa y bohemia del turismo de playa & surf peruano, junto al voluptuoso y glamoroso Vichayito (km 1160) ubicado en el cabo de Pocitas, inmediatamente al sur de la urbe.






Antes de seguir camino, quisiera detenerme un tanto más en Máncora. La fama de este sitio (portal de ingreso al departamento de Piura), surgió más o menos desde el año 2000, cuando la afluencia masiva de mochileros y viajantes empezó a promocionar las noticias de olas perfectas y grandes farras locales. Antes era considerada una playa más, de la misma manera que surgió la ecuatoriana Montañita. Es más, durante los años ochentas, las empresas de ómnibus de larga distancia que salían de Tumbes en dirección a Lima, hacían su primera parada en Máncora, siendo éste un pueblo sin mayor interés que bajarse para comer un ceviche al paso; además había que sortear uno de los tantos retenes de migración (la misma, a veces operaba en la siguiente población de Los Órganos).


Posteriormente, esta playa empezó a aparecer en los itinerarios de interés para los viajantes aventureros. Hoy Máncora se ha convertido en un nodo turístico, uno de los balnearios más reconocidos por su infraestructura versátil y la variedad gastronómica de la región marítima de Tumbes-Piura, frente a un escenario que combina mar tibio con palmeras y cerros secos, además dueño de un clima de ensueño.














La exquisita carta de platos gastronómicos merece un capítulo aparte a lo largo de esta “Riviera del norte peruano”, más allá que los precios de los mismos son realmente muy atractivos. En general, durante el recorrido desde Zorritos, es posible encontrar restaurantes y engullir con pasión extrema las causitas rellenas de langostinos, el picante de cangrejo, o incluso, una jalea mixta, que consiste en una torre de mariscos y pescados fritos apanados sobre un colchón de papas. En este paraíso vale la pena engordar feliz y con ganas, invirtiendo casi la tercera parte equivalente en dólares, del valor que uno necesitaría en cualquier balneario ecuatoriano sobre la Ruta del Sol.






La caleta de Los Órganos (km 1152), a unos cinco minutos al oeste de Máncora, y al pie del cerro Mala Peña, poseía un antiguo y severo control migratorio (hoy es exclusivamente aduanero), y es el último poblado playero de este cinturón turístico a puro sol, antes de tomar las curvas y contracurvas de la cuesta de Ñuro, en dirección tierra adentro hacia el sur.


Luego de vencer la quebrada de Honda y Los Siches, más allá de la cuesta de Los Órganos, para acceder la meseta de El Alto, encontramos el desierto pedregoso de Talara (km 1145), que desciende de las estribaciones de los cerros de Amotape y La Brea, el cual está tapizado de arbustos espinosos. Un acre aroma a óleo prehistórico, con el tejido de tuberías oxidadas de numerosos pozos petrolíferos, impregna el panorama. Aparte, el horizonte de la meseta luce algo desordenado debido a la disposición confusa de postes de tendido eléctrico y telefónico.
En cuestión de pocos minutos, sobre la meseta se arriba al primer desvío que anuncia la proximidad de la población de El Alto.


Desde El Alto, población que posee cierta infraestructura para servir al turista, como un Banco de la Nación, supermercados y farmacias, continúa un camino de cornisa que desciende hacia la caleta de Cabo Blanco, un pequeño y escondido puerto con un par de hostales. A poca distancia de la costa se yergue una inmensa plataforma petrolífera operativa.





La capilla San Pedro, ícono de Cabo Blanco, es la construcción más destacable (como se ve en la imagen de arriba). En los alrededores se puede excursionar a ambos lados de la ribera pedregosa a través de senderos de ripio, y encontrar amplias extensiones de playas desoladas. Al bajar la cuesta desde El Alto, existe un desvío que conduce hacia el lado oeste del cabo, lugar en donde se encuentran las viejas instalaciones de lo que fue un hotel exclusivo de envergadura, conocido como Cabo Blanco Fishing Club, donde antiguamente solía hospedarse el escritor norteamericano Ernest Hemingway en 1956, en busca de la pesca del merlín más grande.


El perro guardián de playa, custodio de lo que queda en los terrenos del Fishing Club.

Actualmente el lugar está casi destruido, pero aún quedan imágenes de esos encuentros que se exponen en una especie de museo que un Sr. Santiago, propietario del Black Merlin, uno de los restaurantes ubicados frente al malecón de Cabo Blanco, logró armar y promocionar para los turistas que visitan este poblado.



Para que se den una idea de la exclusividad, la membresía para pertenecer al Fishing Club era de US$ 10.000. Así fue que llegaron a integrarlo personas poderosas como Henry Ford, Rockefeller, Marilyn Monroe, John Wayne, John Weissmüller, y Mario Cantinflas, entre otros. En ese entonces Hemingway había publicado recientemente su libro "El viejo y el mar", y en cuanto supo de este paraíso sudamericano alistó maletas.


La meseta de Talara luce de esta forma (foto de arriba), con las estribaciones bajas del cordón de Amotape. En el horizonte se puede ver parte de los gigantescas torres turbo hélices que forman parte de un parque eólico.

Al contrario de la porción de la Panamericana, la cual siempre bordea la línea de playa entre Caleta Cruz y Cancas, sobre la meseta de Talara la ruta transcurre alejada y a cierta altitud del mar. El acceso al mar solo es posible en El Alto y, más adelante en Talara, ciudad populosa que posee un aeropuerto regional con una importante base aérea en las afueras, y una gran refinería con tanques de depósito de magnitud.


A unos treinta minutos de Talara se encuentra el balneario de Lobitos, accesible a través de un pésimo camino que no ve obras de mantenimiento desde hace mucho tiempo. Hay lugares de hospedaje, se come muy bien y es un reducto conocido para surfear.


El desvío de Talara (km 1115) se ubica sobre esta meseta árida barrida por incesantes vientos, razón por la cual se ha instalado el activo parque eólico que mencioné anteriormente, con cerca de una veintena de turbinas aéreas.



Aquí, al igual que en la población de El Alto, la vía Panamericana no ingresa a la zona urbana de Talara; por lo tanto, se bifurca para acceder a las mencionadas ciudades al cabo de un par de kilómetros. A estas instancias, la Panamericana toma un rumbo sur-este, acusa un descenso a una notoria quebrada y el paisaje vuelve a ser fértil, reapareciendo los arrozales, los campos de maíz y de banana; es una planicie llena de cultivos frutales, jalonados con frondosos arbustos y altas palmeras cocoteras. 



Cerca se encuentra el pueblo de Marcavelica y sus quioscos al paso que ofrecen las denominadas “pipas heladas” (agua de coco en su fruto). Después de pasar el barrio de Bellavista, que forma parte del área metropolitana de Sullana, se atraviesa un puente de doble estructura Bailey pintado de color lúcuma sobre el río Chira; a continuación, cruzando un túnel carretero, la avenida desemboca en un óvalo distribuidor que lleva al próximo centro de Sullana, o continúa de frente con la misma Panamericana.



Sullana (km 1065), es una ciudad activa y comercial, y está distante unos 30 km de Piura por medio de una autopista (parte de la Panamericana PAN PE-1N) que va en línea recta hasta llegar al cruce del empalme con la ruta que, hacia el oeste se dirige hacia el puerto de Paita y la playa de Colán; y hacia el este entra a la ciudad de Piura, a la cual se llega luego de un par de kilómetros. Sobre el mencionado empalme, actualmente se está construyendo un intercambiador vial que permitirá evitar ingresar a la tejido urbano de Piura mediante un anillo de evitamiento, y proseguir la ruta Panamericana con rumbo al desierto de Sechura, en dirección sur.

Tanto Sullana como Piura comparten una plataforma salitrera y salpicada con vegetación espinosa, esparcida sobre una tierra con tonalidades cálcicas amarillentas. En la amplia autopista que corre de norte a sur, que conecta ambas ciudades, es frecuente ver amplios botaderos de basura. Los restos de bolsas de polietileno y elementos plásticos livianos vuelan y se dispersan por doquier, enredándose con los arbustos a ambos lados de la vía.



Haciendo un alto en el relato, probablemente Piura posee sus buenas referencias e hitos turísticos. Sin embargo, a mí siempre me ha parecido una ciudad polvorienta, medio lánguida, aunque bulliciosa en el tránsito peatonal y vehicular, pero sobre todo demasiado calurosa. Por lo tanto, si no existe un motivo válido, mejor seguir la travesía.

Piura es una ciudad que fue reconstruida en varias ocasiones (es un lugar que sufre la furia de los "Fenómenos de El Nino"). Su vida gira en torno al algodón, el petróleo, y la minería; alguna vez fue una zona Moche y más tarde el hogar de los Chimú. La comida de la región está enfocada en el mar; sin embargo, hay una especialidad a destacar de la comida piurana, el seco de cabrito con tamales verdes.

Este desierto en el que se encuentra Piura es uno de los más extensos y de importancia histórica, debido a que la mayoría de las gestas de la conquista española, así como las caravanas de los libertadores que iban y venían en sus recorridos entre los confines de la costa sudamericana del Pacífico, tenían sobre estas tierras el paso obligado. Y sabían a qué riesgos se atenían.
Se imaginan transitar a principios del siglo XIX a lomo de burro sobre senderos candentes durante el día, y hacer los casi 200 km que hay entre oasis y oasis?


Volviendo al viaje que nos ocupa, cuando el caos vehicular, producido por las incontables mototaxis y combis queda atrás, saliendo de Piura sobre la Panamericana rumbo al sur, y a la altura de la población paralela de Catacaos, comienza el Desierto de Sechura, lugar respetado y demonizado por algunas generaciones de camioneros y viajantes, debido a las historias de magnetizaciones mecánicas imprevistas, cambios notables de coloración de las arenas y desapariciones repentinas de dunas, desplazamientos de elementos aleatorios (como piedras y torres de alta tensión), e incluso, abducciones solitarias de choferes que han vuelto a reaparecer en otro extremo de la geografía peruana, sobre el desierto de Tacna o incluso en el chileno Atacama.



Imagen del paisaje circundante a la Panamericana, antes del empalme Bayóvar: desierto con arbustos.


Imagen del paisaje circundante a la Panamericana, después de pasar el empalme Bayóvar: solo desierto desprovisto de vegetación.

Desde la estación de peaje Bayóvar (km 983), hasta la siguiente estación de peaje, Mórrope (km 820), distante 170 kilómetros aproximadamente, transcurre un entorno árido muy característico. Durante unos 30 km antes del primer peaje mencionado, el paisaje posee un árbol típico de la región, el algarrobo (prosopis pallida), donde el único negocio local que parece prosperar es la venta de una especie de jarabe que se vende en unas botellas bajo el nombre de algarrobina (muy rico, en mi opinión).


El fruto del algarrobo, que son unas vainas de pulpa dulce y carnosa que miden de 10 a 30 cm de largo, contiene proteínas ricas en hierro, y carbohidratos que lo hacen un producto energético. Este fruto es procesado para obtener la algarrobina, con el que se prepara un hervido del que se extraen los azúcares naturales. Una vez hervidas las algarrobinas, se prensan, y con el extracto resultante se hace un filtrado y se somete después a evaporación para llegar a un resultado final de carácter semi-sólido, obteniéndose así una algarrobina de buena calidad.

Conforme se sigue avanzando hacia el sur, paulatinamente van desapareciendo los algarrobos y las ocasionales manadas de chivos entre los paupérrimos caseríos ocasionales vecinos a la ruta, y comienza el vasto y desnudo escenario medido en dunas al compás del tiempo que se mece lento, el del reino de las arenas con pocos yuyales que sobreviven a la dictadura de la sequía y el calor permanente y tenaz. La rectitud de la Panamericana sobre un horizonte blanquinoso contrasta con la presencia de una línea continua de alta tensión y cada tanto las torres con armazón metálica, que emulan seres galácticos, proyectan sombras que se vuelven trémulas con cada ráfaga de vientos que llegan desde la ribera costera, distante unos 15 km al occidente. Aquellas torres son las que habitualmente son denunciadas por las estrategias de camuflaje y desplazamiento subrepticio, en los relatos de algunos choferes peregrinos que dicen haberlas descubierto in fraganti a la luz del día.



Justo en la mitad del desierto se encuentra el empalme Bayóvar, el cruce de una carretera que viene del puerto de Bayóvar, sitio final del Oleoducto Norte-Transamazónico del Perú, el cual transporta el oscuro contenido desde el otro lado de la cordillera de Los Andes. Antes de arribar al empalme, se puede visualizar, a la derecha y a lo lejos del camino, un espejismo que simula una cuenca acuífera: en realidad se trata de un enorme lago salobre que se denomina “La Niña” y posee un brazo de desembocadura hacia la Bahía de Sechura en el sector de Parachique.

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